Luis Oro y Guillermo Fatás han sido nombrados hoy primeros doctores Honoris Causa de la USJ en una ceremonia de investidura que coincide con el 15º aniversario de la Universidad San Jorge

La Universidad San Jorge ha celebrado hoy la ceremonia de investidura de sus primeros doctores Honoris Causa, Luis Oro y Guillermo Fatás, nombrados por el Patronato del Grupo San Valero, al que pertenece la USJ, tras valorar su carrera académica e investigadora, así como lo numerosos premios y reconocimientos nacionales e internacionales que han conseguido a lo largo de su trayectoria.

Durante la ceremonia de investidura, que coincide con el 15º aniversario de la Universidad San Jorge, los doctores recibieron los símbolos tradicionales – el birrete, los guantes blancos y el libro de la ciencia -, la medalla y el título de doctores Honoris Causa de la USJ.

Tras los elogios a los doctores, pronunciados por Berta Saez, decana de la Facultad de Ciencias de la Salud, a Luis Oro, y por Miguel Ángel Motis, docente de la Universidad San Jorge, a Guillermo Fatás, los catedráticos han pronunciado unas palabras de agradecimiento a la universidad, sus familias y sus padrinos.

Además, Luis Oro ha recordado la aportación de la química al avance de la sociedad, la vida y el planeta. “La química es un arma cargada de futuro”, ha sentenciado. Por ello, ha hecho un alegato en favor del desarrollo del I+D en las universidades y centros de estudio. Además, ha recordado a los colaboradores que trabajaron con él a lo largo de su carrera, como figuras imprescindibles para el desarrollo de sus investigaciones, porque, tal como ha afirmado, “el progreso científico es el resultado del esfuerzo colectivo”.

Por su parte, Guillermo Fatás ha destacado el “riguroso método” que deben aplicar los historiadores actualmente y ha opinado que esas técnicas son lo más importante que deben transmitir los profesores universitarios de historia a sus alumnos. Además, ha añadido que los docentes “deben aprender para enseñar” y tiene que profesar “amor a su ciencia, dominar la materia y mostrarla comprensiblemente a los alumnos”. Finalmente, ha concluido manifestando que “el historiador y el periodista debe atreverse, primero, a no mentir, y luego, a decir la verdad”.

Posteriormente, el rector de la Universidad San Jorge, Carlos Pérez Caseiras, ha definido el acto de investidura “como uno de los más importantes y simbólicos de una universidad” y ha definido éste como un “acto histórico”.

El presidente del Patronato del Grupo San Valero, Ángel García de Jalón, ha reconocido la contribución de Luis Oro y Guillermo Fatás al conocimiento asegurando que “son una magnífica expresión de la fecunda aportación” de Aragón “a la cultura y a la ciencia universal”.

Para finalizar, el arzobispo de Zaragoza y Gran Canciller de la Universidad San Jorge, Vicente Jiménez Zamora, ha clausurado el acto, ha transmitido su felicitación a los doctores y les ha deseado “una larga y fecunda trayectoria profesional y personal”.

Gran Canciller, presidente del Grupo San Valero, Rector Magnífico, dignísimas autoridades, profesores y alumnos, señoras y señores.

 Deseo expresar mi más profunda gratitud a la Universidad San Jorge, por otorgarme el gran honor de ser investido Doctor honoris causa. Mi agradecimiento al arzobispo de Zaragoza y Gran Canciller de esta Universidad, Doctor Vicente Jiménez Zamora, al presidente del Grupo San Valero, Doctor Ángel García de Jalón Comet, y al Rector, Doctor Carlos Pérez Caseiras. Me siento muy honrado por tan generosa distinción y por ser, junto a mi brillante colega el profesor Fatás, los primeros doctores honoris causa de esta joven Universidad, que cumple ahora su decimoquinto aniversario. Ambos nos hemos formado en la Universidad de Zaragoza y a ella hemos dedicado una gran parte de nuestra vida profesional en el grato ejercicio de la docencia y la investigación y coincidimos en interpretar esta distinción como una muestra de afecto a nuestra centenaria Universidad. Asimismo, quisiera dar las gracias a mi familia: a mis padres que me inculcaron el amor por el conocimiento y la docencia; y a mi esposa e hijos que me han apoyado en todo momento, a pesar de detraer parte del tiempo que les pertenecía.

 Quisiera agradecer también especialmente las elogiosas palabras de mi madrina en este acto, la doctora Berta Sáez Gutiérrez, una brillante científica que ha realizado importantes contribuciones publicadas en revistas del máximo prestigio, como Nature, o Nature Genetics. A estas alturas de mi vida es un placer contemplar cómo jóvenes científicos realizan aportaciones de gran repercusión internacional, como es el caso de la doctora Sáez. Siempre he pensado que es un deber universitario tratar de que, en último término, las nuevas generaciones sean más competitivas de lo que podamos ser nosotros mismos. Yo debo mucho a mis alumnos y colaboradores, a los que les estoy muy agradecido, ya que son precisamente ellos, ese numeroso y excepcional grupo de colaboradores que he tenido a lo largo de mi actividad profesional, los que han hecho posible que nuestra investigación haya adquirido un cierto prestigio. Sin ellos, el camino andado no hubiera sido el mismo. Porque hoy día, el progreso en ciencia y tecnología no es fruto de personalidades aisladas, sino más bien del esfuerzo colectivo de un equipo. Asimismo, quisiera agradecer el apoyo institucional que siempre he encontrado en las Universidades donde he trabajado, Zaragoza, Complutense de Madrid, Cantabria, Cambridge, Würzburg y Münster, y en las entidades que financian y promueven la investigación, entre ellas el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Por todo ello, al honor que siento por este reconocimiento, le acompaña mi gratitud hacia todos aquellos que me han ayudado a lo largo de mi vida profesional.

 Al término de mi Licenciatura en Ciencias Químicas, en 1967, inicié mi Tesis Doctoral, con gran ilusión, en un laboratorio escaso de medios. A su conclusión tenía clara la necesidad de complementar mi formación en una institución que pudiera acercarme a las fronteras del conocimiento. Y así, becado por la Fundación March, se inició mi carrera académica, posdoctorado en Cambridge, Profesor Adjunto en Zaragoza, Profesor Agregado en Complutense de Madrid y Zaragoza, Catedrático en Santander, hasta que en 1982 pude regresar a Zaragoza. Eran los tiempos de la cátedra única. Creo que soy de la última generación de movilidad inter-universitaria, algo que lamentablemente es hoy día escaso. En cualquier caso, Zaragoza ha sido mi referencia permanente. No elegí nacer en Zaragoza, pero sí elegí quedarme aquí, y debo decir que estoy muy agradecido a las múltiples muestras de afecto que he recibido de esta tierra y esta distinción es una buena prueba de ello.

 El año 2019 es un año importante para la química, ya que ha sido declarado, por la Unesco, como el Año Internacional de la Tabla Periódica de los Elementos Químicos, en reconocimiento a la función crucial que desempeñan la química y la física, entre otras ciencias fundamentales, en el desarrollo de soluciones a muchos de los desafíos del mundo. Esta celebración conmemora el 150 aniversario de la creación de la tabla periódica por Dmitri Ivánovich Mendeléyev, considerado uno de los padres de la química moderna. La aportación determinante de Mendeléyev en 1869 fue la ordenación de los 63 elementos químicos que se conocían en su época en forma de una tabla. Una lista prácticamente desordenada de elementos se convertía en una tabla ordenada donde —y este es uno de los mayores logros del químico ruso— dejó huecos para elementos aún no descubiertos con descripción de sus propiedades. La Tabla Periódica es una herramienta muy importante, pues proporciona información sobre las propiedades y las características más relevantes de los elementos químicos, que son la base de los compuestos químicos, de los que actualmente hay registrados más de 145 millones. Sin duda, quedan otros muchos por descubrir.

 En la naturaleza se encuentran 92 elementos químicos y 28 de ellos son esenciales en los procesos de la vida. Si somos capaces de entender ese todo, de conocer su composición, su comportamiento y cómo gobernar sus transformaciones, modificándolas, actuando sobre ellas y controlándolas en función de nuestras necesidades, seremos capaces de mejorar nuestra calidad de vida y garantizar el desarrollo sostenible del planeta y, por tanto, de nuestro futuro.

 La Química es una ciencia creativa. Los químicos no solo tratamos de entender la Naturaleza como hacen otras áreas de la ciencia, sino que además creamos nuevas moléculas y materiales con propiedades y aplicaciones insospechadas. Con tantos elementos conocidos y técnicas de síntesis química que evolucionan constantemente, las oportunidades para diseñar y crear nuevas moléculas son casi infinitas. Por ello, estamos convencidos de que la Química quizá no sea un producto bello, aunque para muchos de nosotros lo es, pero es sin duda, como decía Gabriel Celaya de la poesía, un arma cargada de futuro, de un brillante futuro. Posiblemente fue este componente, esta carga de futuro, la que me atrajo hacia la química.

 La Química es una ciencia central que por su propia naturaleza ocupa un lugar destacado entre todas las disciplinas científicas, con las que está estrechamente relacionada. Forma la base de todas las ciencias moleculares como la Biología, Farmacia, Ciencia de Materiales, etc. Su ámbito es universal y no hay que olvidar que esta ciencia ha proporcionado importantes aportaciones y soluciones innovadoras en el pasado y va a seguir haciéndolo en el futuro en aspectos tan relevantes como un mejor entendimiento de la química de la vida, o la creación de nuevas moléculas que mejoran sustancialmente nuestra calidad de vida.

 A finales del siglo pasado, el entonces editor de Nature, John Maddox, publicó un libro titulado Lo que nos queda por descubrir, del que parecía desprenderse la idea de que el tiempo de la química como ciencia “estrella” había pasado. No comparto esa idea ya que los avances de la investigación en las últimas décadas no hacen más que demostrar que esta “estrella” no solo brilla con luz propia sino que presta su luz a otras disciplinas. Porque la química es también una ciencia transversal que alimenta a campos tan diversos como la biomedicina, la biología molecular, la ciencia de los materiales… Estas conexiones son el vivero de los descubrimientos y tecnologías del futuro. Sin duda, los grandes retos de un mundo con población y demandas crecientes necesitan de la contribución de la química.

 Tal vez los químicos no hemos sido capaces de hacer llegar a la sociedad, y a los medios, la contribución fundamental de la química, y algunos descubrimientos importantes basados en la investigación química aparecen catalogados como avances de otras disciplinas. El prestigioso químico orgánico, Georges Whitesides de la Universidad de Harvard, señala: “La naturaleza de la célula es un problema absolutamente molecular. No tiene nada que ver con la biología.” El investigador y premio Nobel de química de 2006, por sus estudios sobre la base molecular de la transcripción eucariótica, Roger Kornberg, de la Universidad de Stanford, afirmaba recientemente “Todo en la vida es química y todas las enfermedades reflejan una distorsión de la química. Encontraremos medios químicos para corregirlas”. Pueden parecer unas reflexiones exageradas, pero de lo que no cabe duda es de que el feliz encuentro de la química con las ciencias de la vida está permitiendo importantes progresos mediante el estudio de las interacciones moleculares. Algunos ejemplos de estas interacciones son las unidades proteínicas que se unen para formar la hemoglobina; los glóbulos blancos que reconocen y destruyen los cuerpos extraños; el virus que encuentra su blanco y se introduce en él; o el código genético que se transmite mediante la escritura y lectura del alfabeto de las bases proteínicas. Recientemente Kaelin, Semenza y Ratcliffe han sido galardonados con el premio Nobel de Medicina de 2019 por sus descubrimientos sobre cómo las células perciben y se adaptan a la disponibilidad de oxígeno, identificando la cadena de reacciones químicas que les permiten monitorizar sus niveles de oxígeno. La eficacia y elegancia de los fenómenos naturales son tan fascinantes para un químico que surge la tentación de tratar de reproducirlos o de diseñar nuevos procedimientos que permitan crear nuevas arquitecturas moleculares con aplicaciones múltiples. ¿Por qué no podríamos imaginar, por ejemplo, la síntesis de moléculas capaces de transportar al centro de un blanco escogido un fragmento de ADN destinado a la terapia génica? Esas moléculas serían como “caballos de Troya” que permitirían a su pasajero atravesar barreras como las membranas celulares, consideradas infranqueables. Algunas importantes aportaciones científicas de la doctora Sáez se encuadran en esa prometedora línea.

 Nuestra esperanza de vida se ha duplicado en los últimos cien años. La contribución de la Química en áreas como el diagnóstico, la prevención y el tratamiento de enfermedades ha sido sin duda un factor clave en ello. Sirva de ejemplo la aplicación de la Química a la farmacología que ha hecho posible la aparición de vacunas, antibióticos y todo tipo de medicamentos que han supuesto una reducción drástica de los índices de mortalidad. A ellos debemos uno de cada cinco años de nuestra existencia y podemos vivir en mejores condiciones hasta edades más avanzadas. Por otro lado, el poder descifrar el genoma humano, está abriendo paso a una nueva medicina de carácter preventivo y personalizado.

 Como químico debo reconocer que no resulta fácil plantear desde la química, preguntas atractivas para nuestra sociedad, como hacen nuestros colegas de física o biología, al preguntar en público «¿cuál es el origen del universo?» o «¿cuál es el origen de la vida?». Pero que la Química no tenga ese encanto “natural”, no hace de ella un área menos fascinante, solo más difícil de comunicar; sería como un cuadro de Bacon frente a un Goya, un concierto de Stravinsky frente a una luminosa pieza de Mozart… algo no menos trascendente, sino solo de una belleza, digamos, “menos evidente”. Y debería ser motivo de orgullo ser capaces de apreciarla.

 Además de bella, la Química es una ciencia esencial y “urgente”. Porque urge sentar las bases de un desarrollo sostenible del planeta Tierra y ese es precisamente uno de los cometidos principales de la Química. Es ella quien puede contribuir a sentar las bases para realizar un balance inteligente, en todo momento, del binomio riesgo/beneficio. Sin duda, en este siglo XXI, el desarrollo sostenible de nuestro planeta necesita de la Química y su capacidad permanente de aportar soluciones a las crecientes y cada vez más complejas demandas de nuestra sociedad.

 Nuestra actividad de investigación se ha centrado fundamentalmente en compuestos organometálicos y catálisis homogénea, una ocupación que está próxima a lo que hoy denominamos química verde o química sostenible. La química verde utiliza muy frecuentemente catalizadores, compuestos que aceleran las reacciones químicas sin consumirse, y que no solo permiten que las reacciones de síntesis sean viables, ya que de otra manera no podrían darse, sino que además también hacen posible minimizar, e incluso eliminar por completo, los posibles residuos que puedan generarse de forma colateral y que podrían afectar al medio ambiente. Es el caso de la síntesis del ibuprofeno, un interesante antiinflamatorio no esteroideo, ampliamente utilizado, y cuyos residuos, gracias al uso de catalizadores, se limitan actualmente al 1% frente al 60% que alcanzaban con la metodología anterior.

 Los procesos catalíticos han experimentado un gran desarrollo en las últimas décadas y son numerosos los procesos industriales, especialmente en química fina, en los que se necesita de un catalizador homogéneo que se encuentra en la misma fase que los reactivos. De ahí que, en esta área, nos hayamos centrado en aquello que debe demandarse a una actividad académica: formar químicos creativos y competentes e investigar aquellos aspectos demasiado básicos para el sector industrial, pero que pueden serle de gran utilidad. En definitiva, tratar de resolver problemas en nuestros laboratorios y preparar a nuestros licenciados para su incorporación al mercado laboral. La Universidad debe formar buenos profesionales que actúen con ética y responsabilidad social. En su entorno no sólo debe cultivarse la instrucción técnica sino también los principios de la investigación innovadora, el rigor y la ética científica, así como la emoción del descubrimiento y el servicio a la sociedad.

 En este marco universitario desearía destacar que tanto la investigación académica como la industrial son complementarias y de suma importancia para nuestro futuro. En particular, la investigación universitaria ha experimentado un importante progreso en las últimas décadas. Ha dejado de ser una tarea minoritaria para pasar a constituir parte esencial del quehacer cotidiano de la mayoría del profesorado universitario, contribuyendo de modo sustancial al incremento de la producción científica, tanto en cantidad como en calidad. Numerosos estudios comparativos ponen de manifiesto que existe una correlación entre la riqueza de un país o región, y sus inversiones en investigación científica y desarrollo tecnológico (I+D). Los países más desarrollados no invierten en investigación porque son ricos, sino que se han hecho ricos porque invierten o han invertido en investigación. No se debe olvidar que el conocimiento ha sido el gran protagonista del crecimiento del producto interior bruto y de la productividad en la gran mayoría de las economías desarrolladas a lo largo de las últimas décadas. Además, el PIB basado en el conocimiento resiste mejor los periodos de crisis. En nuestro país, la crisis económica iniciada en 2009, ha supuesto un notable deterioro de nuestras inversiones en investigación. Sin embargo, la relativa recuperación económica española de los últimos años está dejando de lado la investigación y aunque las inversiones en I+D, en términos absolutos, han iniciado un leve aumento, en términos de PIB, hemos pasado del 1,40% de 2010, al 1,21%, lejos del objetivo del 2% exigido por Europa para 2020. Deberíamos tomar conciencia de que se puede estar poniendo en riesgo una parte de nuestro frágil sistema de investigación y desarrollo y, en cierto modo, la posibilidad de que la economía y la sociedad española construyan unas bases más sólidas y sostenibles para mejorar el bienestar de sus ciudadanos en el próximo futuro.

 El esfuerzo hecho a lo largo de los últimos decenios no puede desaprovecharse. Por el contrario, deberíamos volver a hacer un esfuerzo en I+D anticíclico aplicando una política científica adecuada, que permita sacar a flote las fortalezas, que las hay, de nuestras universidades y de nuestro sistema de ciencia y tecnología.

 Gran Canciller, presidente del Grupo San Valero y querido amigo Ángel, Rector Magnifico, Autoridades, agradezco sinceramente la distinción que me concedéis al ser investido como Doctor honoris causa que me integra en el claustro de la Universidad San Jorge. A partir de hoy se inicia para mí una nueva etapa, ya que, si “no tenemos cosa nuestra sino el tiempo”, como apuntaba nuestro Gracián, ese tiempo que nace hoy es el tiempo que yo me comprometo a dedicar a esta Universidad para merecer tal distinción con mi trabajo futuro. Este es mi sincero ofrecimiento para colaborar en todas las tareas que puedan ayudar al progreso de la Universidad San Jorge.

 Muchas gracias.

 

Gran Canciller, presidente del Grupo San Valero, Rector Magnífico, autoridades, claustro y alumnos, señoras y señores.

El 15 de marzo del año 44 a. C., tras el asesinato de César por un importante grupo de nobles romanos conjurados, su mano derecha, Marco Antonio, pronunció un magistral discurso ante la plebe romana. Mostrando el cuerpo yerto de su jefe y su toga cosida a puñaladas, desveló en voz alta el testamento secreto de César, muy dadivoso con la plebe; y, sin dejar de reiterar, una y otra vez, que sus matadores eran sin duda hombres honorables, soliviantó a la multitud contra ellos.

Esta dramática escena no es verdadera, si bien nadie que la haya visto en pantalla podrá olvidarla y la asociará para siempre al magnicidio más famoso de la Antigüedad. La filmó Henry Mankiewicz en 1953, con Marlon Brando declamando durante cinco largos minutos uno de los más hermosos e intencionados discursos jamás escritos, un alegato retóricamente insuperable, como compuesto que fue por William Shakespeare.

La gran potencia dramática de la escena se logra por combinación del crimen cruento, el texto extraordinario, la perfección gestual y declamatoria y el vigor del buen cine. La mezcla nos subyuga… y nos contamina. Nos crea un falso recuerdo, una inconveniente ‘memoria histórica’. Y una de las labores del historiador es hacerse con un utillaje conceptual bastante para detectar las adulteraciones, así sean tan seductoras como esta.

Poco antes de su asesinato teatral, en la escena I del acto III, César se ha descrito a sí mismo: no es como el resto de los humanos, débil, voluble y tornadizo: “Los cielos -dice- están sembrados de chispas innumerables, todas de fuego, todas brillantes. Solo yo soy constante como la estrella polar [I am constant as the northern star], sin parangón con ninguna por su fijeza”.

Delicioso error de Shakespeare, pues en tiempos de César la estrella polar no señalaba al norte, del que estaba desviada 12º. El historiador de hoy ha de saber, pues, algo de astronomía para detectar un anacronismo así; y, por descontado, conocer la literatura antigua que nunca mencionó la estrella polar como referente de fijeza. El historiador sabrá así que Shakespeare no se inspiró para este punto en fuentes antiguas ni es por ello probable que estuviese al tanto de la precesión equinoccial -cuyo periodo es de 25.776 años-, movimiento productor de las variaciones en la apariencia de nuestro firmamento estelar, aunque ya fuese conocido por algunos astrónomos griegos antes de la Era. A Shakespeare le trajo sin cuidado el detalle, irrelevante para su propósito.

Teatro, retórica, historia, cine y astronomía se aúnan de modo natural en este ejemplo. He pasado muchos años estudiando la Roma de los siglos I antes y después de la Era: la de los Metelo, de Mario, Sila, Pompeyo, César, Marco Antonio y Augusto, sus conflictos políticos y bélicos, sus mentalidades y usos públicos y privados, sus leyes, su arte, poesía y prosa. Y sé que  apenas  poseemos  información. ¿Cómo  que  no?, se  me  dirá.

¿Sobre César y Augusto, Antonio y Cleopatra, Agripa, Tiberio, Livia, Julia, Germánico y los demás? Sí: es muchísimo más lo que nos falta que lo que tenemos, aun tratándose de un periodo relativamente bien iluminado por las fuentes escritas y los monumentos… y también por la posteridad inquisidora que busca explicaciones y datos y añade deducciones e hipótesis, recreaciones o invenciones.

Dante, hacia 1307, describe a Bruto y Casio, asesinos de César, en la boca de Satán, eternamente masticados por él, junto a Judas, en el fondo de su Infierno. Mantegna pinta a César en 1500, Rubens en 1625, Tiépolo en el siglo siguiente. Haendel compone su ópera ‘Julio César’ en 1724. En el siglo XX, Robert Graves, Thornton Wilder, Bertolt Brecht han construido inolvidables relatos sobre aquellos días. Incluso hay frases de Taylor Caldwell que circulan por las redes como dichas por el Cicerón de su novela. Todo lo cual puede generar falsos recuerdos y asentarse en nuestro ánimo como ‘memoria histórica’.

Los fabricantes de recuerdos manipulados nos vencen con frecuencia: ‘Ladran, luego cabalgamos’; ‘Con la Iglesia hemos topado’; ‘El fin justifica los medios’; ‘Los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla’…: nunca escribieron tales cosas ni Cervantes, ni Maquiavelo, ni Santayana, a quienes, sin embargo, se atribuyen.

Me dedico a la historia. Pero vivir en un campus universitario ofrece también trabajar en la cercanía y amistad de sabios dedicados a otras cosas, como el profesor Oro, quienes hacen la vida más estimulante y enriquecen la mente de sus prójimos. Si la vida es química, como él dice a menudo, yo afirmo que todo es historia. La historia, por ejemplo, es la que detecta dónde y cuándo se sentaron los cimientos de la química. Opera, claro, con la ventaja de conocer lo que sucedió después. Marx, muy influido por Darwin, lo sintetizó así en 1859: “La anatomía del hombre es una clave de la anatomía del mono”. No al revés. El pasado sin duda genera el presente, pero es el presente el que aclara el potencial que se contiene en el pasado y descubre cuáles de sus elementos fueron productivos y qué otros resultaron, por el contrario, estériles o atrofiados.

En propiedad, nada es ajeno al historiador. No hay una química de la historia, ni una entomología de la historia, ni una literatura de la historia, pero sí hay una historia de la química, de la entomología y de la literatura. Cuanto sucede, sucede históricamente. El histórico no es el único modo de comprender las series de hechos; pero sin ese tipo de conocimiento, el análisis quedará incompleto.

El historiador recurre a toda clase de saberes. Un historiador del tiempo remoto afronta el problema opuesto al que padece su colega de historia contemporánea. Este se ve anegado por la superabundancia de información, y más si se incluyen las inabarcables redes digitales (que, por cierto, aún están en su infancia). Un conflicto como la II Guerra Mundial o, más localizadamente, la de Irak o Afganistán, genera una masa ingente de información la cual habría que reunir, asimilar, seleccionar, ordenar, tamizar y resumir: libros, tratados, periódicos, revistas, material gráfico, millones de documentos oficiales de los estados beligerantes o neutrales, de sus ejércitos y gobiernos, de los organismos internacionales, de la infinidad de particulares afectados… Una mole inconmensurable, imposible de abarcar. Al no poder ser exhaustivo, el historiador necesita, pues, aplicar un método exigente y riguroso de modo tal que, tras descartar gran parte de la información, pueda acercarse al núcleo principal cognoscible sin daño grave de la verdad. Por eso no es lo mismo ser historiador -escribir la historia- que enseñarla en el aula aprendida de otros. El profesor universitario debe ser capaz de ambas cosas y su método histórico habrá de acompañarse del método didáctico.

Lo más importante que puede suministrar una universidad a sus alumnos es, precisamente, método. Sin método puede haber conocimiento, pero no ciencia. Queridos estudiantes: adquieran método. Queridos profesores: denles método.

El primer cuarto del siglo XXI ya nos ha avisado: hemos de estimular formaciones que reúnan a la vez dos requisitos: ser multidisciplinarias  y partir de una sólida base generalista previa. En eso, España ha cedido mucho terreno en los últimos lustros, triturando sus bachilleratos. Los ha aniquilado casi por completo.

El método más valioso, en cualquier disciplina, tiene que ser múltiple, complejo y adaptativo. En mi oficio, la materia prima principal llega en forma de textos parciales, fragmentarios, intrincados, mal copiados a menudo y escritos en lenguas que ya no se hablan. Es tarea muy ardua fijarlos y comprenderlos bien.

Y, también, en forma de materia física. Un hueso confiesa su edad si se le ha tomado adecuadamente una muestra válida para medir su contenido en Carbono 14 (lo que hicimos, por primera vez en el Valle del Ebro, en 1972) [muestra CSIC 1369, para el Cabezo de Miranda, en el campo de maniobras de San Gregorio, 490+-80 a. C.]. En una cueva donde hayan morado seres humanos hay que hacer hablar al suelo mediante granulometrías, que distingan por los volúmenes de sus granos las arcillas y los limos (hasta 2 centésimas de mm) de los cantos (6 cm), pasando por las arenas y las gravas. Las piedras, usadas como arma o herramienta antigua -pero también para disparar un fusil de chispa o trillar espigas-, deben ser evaluadas según la escala de Mohs, que mide la facilidad para rayarlas: desde el talco, vulnerable con la uña, hasta el diamante, que solo se raya con otro: una cultura que trabaje el cuarzo es capaz de rayar el vidrio. La petrología nos acerca a la procedencia de los minerales: ¿cómo, si no, saber que uno de los sarcófagos paleocristianos de Santa Engracia procede del Proconeso, esto es, del mar de Mármara? Y la iconografía delatará que ese mismo objeto fue labrado en Letrán, esto es, en Roma misma. No le estorbarán rudimentos de taquimetría, para alzar planos elementales con el anteojo y la alidada de un teodolito.

El historiador de la Antigüedad no es zoólogo, pero debe distinguir en una excavación ciertos elementos básicos de paleofauna y paleoclima, ya que deberá resolver in situ: corzos, vacas y caballos extintos en la actual estepa aragonesa permiten reconstruir un hábitat antiguo y una dieta; y, puesto que la más depurada técnica arqueológica es la de los prehistoriadores, aprenderá con ellos a reconocer en un molar al rinoceronte de Merck [Cerrada de Eudoviges, Alacón, Teruel, 1969], coetáneo de neandertales de entre 30.000 a 50.000 años; y a tomar muestras de polen fósil, en tubos de pvc o metal, pero en lugares desprovistos de raíces y de agujeros de insectos contaminantes; detectará así fases de aridez o frío que, en el caso aragonés, ya nos cubren los datos de variaciones climáticas entre el 16000 a. C. y el 300 d. C., aproximadamente. Tampoco es entomólogo, pero ahorrará gasto y tiempo si posee rudimentos sobre escarabajos: por su especificidad de hábitat y omnipresencia, desde Alaska hasta la Antártida, pasando por desiertos, bosques y sabanas, indican con precisión rangos de humedad y temperatura e incluso la presencia de cierta fauna vertebrada a la que se asocian. Un poco de tafonomía («τάφος», enterramiento) permite contextualizar la alteración de un organismo desde su muerte hasta el hallazgo estratigráfico.

¿Cómo tratar el bronce de la estatua o la inscripción desenterrada, en apariencia incólumes, sin saber que los cloruros disgregadores actúan de dentro afuera? ¿O el hierro descompuesto de un objeto? ¿Cómo interrogar a las argamasas y morteros, a las pastas cerámicas y a los vidrios? Las lenguas antiguas hacen hablar a la epigrafía, a los escritos sobre soporte duro, que encierran tesoros informativos en griego, en latín o en lenguas desvanecidas de nuestro país como el ibérico, el tartesio o el celtibérico, en el que la Universidad de Zaragoza es, por cierto, líder internacional.

¿Cómo no recurrir al derecho, si la inscripción es un litigio o una sentencia? También la moneda -por sus tipos, tamaño, peso, ley metálica y rótulos- entrega secretos a quien aprende a escucharla. Et sic de coeteris.

Todo buen profesional ha de procurar ser, pues, transversal, multidisciplinar, asociativo, integrador de saberes diversos que confluyen en un solo gestor. Debe empezar por adquirir una formación de base abierta y pluricomprensiva. Aún celebro haber cursado el bachillerato superior de Ciencias. Les resumo mi receta: ser un buen especialista y estar a la última, pero tras haberse formado sólidamente como generalista. En España, por desdicha, hemos renunciado a conseguirlo.

Si el investigador es, además, docente universitario, ha de ser didacta (cuidado: que no es lo mismo que pedagogo). Y debe formar, lo cual es bastante más que instruir: ya hemos oído qué aditivos añade con toda procedencia el profesor Oro a las tareas puramente técnicas de sus colaboradores. Y el docente debe aprender para poder enseñar. Séneca [Ad Lucilium, I, 6, 13] nos obsequia este pensamiento que dirige a un joven amigo: “Lo que me gusta es aprender algo para enseñártelo. (…) Si se me diera sabiduría a condición de encerrarla en mí y no comunicarla, la rechazaría: poseer un bien no satisface si no se comparte”. (Nullius boni sine socio iucunda possessio est).

La docencia es amoris officium, en expresión que conoce bien el Dr. Jiménez Zamora, que nos preside, pues Agustín de Hipona [In. Io. Ev. tract. 123, 5: PL 35, 1967] la aplicó a un ministerio asimismo docente, que es el episcopal. Ser buen profesor universitario requiere cuatro cualidades: amor a su ciencia y a sus discentes, dominar la materia, mostrarla comprensiblemente y algún grado de liderazgo. Debe aspirar a ser ejemplar, a ser fiel cumplidor de sus deberes y exacto en el servicio, como  enseña el  ‘Decálogo  del  Cadete  ’a  los  futuros oficiales que se forman en la Academia General Militar al mismo tiempo que en la Universidad de Zaragoza como ingenieros.

Cicerón nos dijo algo tan cierto como difícil de lograr: el historiador (y el buen periodista, añado) debe atreverse primero, a no mentir; y luego, a decir la verdad: …ne quid falsi dicere audeat, ne quid veri non audeat [De oratore 2 15]. Tengámoslo presente en nuestros días, de debate acre sobre la memoria histórica, concepto endeble, manipulable y proteico.

Y nunca olviden esto: aprender es barato y divertido. No se lo pierdan. Hagan como prescribió nuestro Gracián: Tratar con quien se pueda aprender.

Muchas gracias a mi padrino, el triple Dr. Motis Dolader, por un elogio cuyo descomedimiento se explica por nuestro veterano afecto mutuo.

Ángel, querido presidente: creo que a tu padre y al mío, que tan buen trato se dispensaron, les hubiera gustado vivir esta jornada.

Ofrezco este galardón, primero, a la Universidad de Zaragoza, mi noble alma mater. A Heraldo de Aragón, en el que ejercí una segunda profesión durante ocho años. A mi familia. A mis amigos buenos, algunos de los cuales son, además, colegas. Y, sobre todo, a Concha y a nuestros cuatro hijos: Lola, Guillermo, Marisa y Juan José.

Doy gracias a la Universidad San Jorge y a sus órganos de gobierno.

Me pongo a su disposición.

Y, según la expresiva fórmula de nuestra tradición, le deseo que ‘viva, crezca y florezca’ para bien de Aragón y de una España que, padeciendo algunos focos de grave infección, merece y necesita imperativamente nuestro mejor empeño. No seamos complacientes ni mezquinos con el cumplimiento de nuestro deber para con ella. Muchas gracias. He dicho.